Un golpe.
El niño despierta
desorientado. No está en casa, ahora lo recuerda. Otro golpe. Esta vez es capaz
de identificar su procedencia: bajo la habitación donde se encuentra. Alguien —no es capaz de reconocerlo— entra y él se
hace el dormido. El extraño coge una llave escondida bajo un mueble, abre una
trampilla que hay al fondo del cuarto y desaparece por unas escaleras. Cuando
vuelve, cierra la trampilla, deja la llave y regresa al comedor. El niño se
incorpora y mira por la rendija de la puerta: los mayores todavía están cenando.
Sin miedo alguno, se hace con la llave y desciende al sótano.
Allí encuentra una sala
con una veintena de butacas frente a un telón de terciopelo rojo. Al pasar
entre ellas ve una máscara sobre cada asiento, a cual más terrorífica. Coge una
de un rostro chamuscado y la contempla embelesado. Un nuevo golpe lo distrae.
Proviene del otro lado del telón. Lo abre y tiene que taparse la boca para
ahogar el grito: de una barra cuelgan varias cadenas terminadas en ganchos que
atraviesan el cuerpo desnudo de una muchacha, sosteniéndola a dos metros de
altura. Sus heridas gotean tanta sangre que se ha formado un charco en el suelo.
Se acerca a la chica —nunca ha visto una desnuda— y, al tocarla, convulsiona. La
barra que la sujeta choca contra una pared adornada con cuchillos
sanguinolentos, produciendo otro golpe.
—Ayúdame —agoniza.
Retrocede hasta topar
con algo. Al girarse ve a la misma persona de antes, solo que con cara de
monstruo.
—Acompáñame —dice
poniéndole la mano sobre el hombro.
Lo conduce al comedor,
donde se encuentra con sus padres, que lo miran
sorprendidos.
—¿Qué ocurre?
—Estaba en el teatro
—pronuncia el monstruo.
Su madre se acerca a él
sonriendo.
—¿Te ha gustado?
—pregunta.
—Aún no tiene edad
—intercede su padre.
—¡Tonterías! —exclama ella
poniéndole la máscara que aún llevaba en las manos—. Acompáñanos, cariño, te dejaremos interpretar
un papel.
Nadie puede ver cómo
sonríe bajo el rostro chamuscado.